De yerros y rencores

Acabo de releer, con toda conciencia, una entrada de este blog, «El perdón», que escribí hace ya bastante tiempo. Y sigo estando de acuerdo con todo lo que escribí en su día, aunque ahora, y desde otro posicionamiento racional y emocional, detecto que a ese cóctel de ideas le falta una fundamental: la indulgencia.

Entiendo que muchas veces se me pueda tildar de arrogante o incluso de falsa por el contenido de este blog. Estos mis pepinillos nunca han tenido una voluntad aleccionadora , ni pretenden colocarme en un plano de superioridad moral. Nada más lejos de la realidad. Este blog es un ejercicio catártico, una suerte de bacinilla literaria en donde vomitar mis humores, a veces más biliosos, a veces más sanguíneos. Quizás sea mi vehemencia, enfermedad crónica incurable que a menudo me esclaviza, lo que da una impresión errónea a ustedes mis lectores.

Pues bien, lo dicho. Nada más lejos de la realidad. Soy Estefanía y me equivoco. Además me equivoco con la estupidez de quien trata de ser perfecto: me equivoco a conciencia. Vamos, que me equivoco de puta madre.

Supongo que no soy la única que tiene inculcada en la cabezota ese ideal de perfección, como si se tratara de la famosa piedra de la locura que tantos muertos causó en el Medievo. Cuando me equivoco, intento desesperadamente subsanar el error. Y en estos días me doy cuenta de que soy muy egoísta en ello. En esto y en otras muchas cosas: generosa en extremo para una cosas, y bastante ególatra para otras. En fin. La condición humana.

Soy egoísta porque no respeto que las personas afectadas por ese error (siempre hay un damnificado, un daño colateral) no estén preparadas para el perdón. Es la maldita educación judeocristiana que creo que todos llevamos bien enganchada en nuestro modus vivendi (otra piedra de la locura). La cago, lo admito, te pido perdón… ¡pero oye, perdóname!. Las cosas no funcionan así. Y hay que hacer el esfuerzo, para mí titánico, de aceptar que esas mismas cosas no siempre salen como uno quiere.

Cuando hieres a alguien por un error, esa persona tiene varias opciones de reacción, que van desde el perdón, pasando por el olvido o la indiferencia, hasta llegar al puro rencor. Porque sí, el rencor existe, queridos míos. Yo nunca me he considerado una persona rencorosa, pero hace unos meses me golpeó por sorpresa la evidencia de que le tenía bastantes cosas guardaditas a alguien a quien además quiero muchísimo. ¿Contradicción? No lo creo; muy probablemente se trate de nuevo de esa condición humana de la que tanto tratamos de renegar de manera inconsciente. Incurrimos pues en el falso perdón, afectados también por esa corriente de «bienismo» y Mr. Wonderful que tenemos todos hasta en la sopa. Hay cosas que no pueden olvidarse; las heridas ajenas no se van a cerrar cuando a nosotros nos dé la gana. Y sobre todo, y con esto me remito a la entrada de este blog que citaba al principio, tendemos a confundir perdón con reconciliación, y no necesariamente una cosa implica la otra. Puedo perdonarte de corazón, sin guardarte rencor, y desearte todo lo mejor…pero fuera de mi vida. Porque creo que es un derecho fundamental de las personas decidir de qué aguas no deseas volver a beber; quizás, simplemente, porque el pozo se ha secado. Sin más y de buen rollo.

Por otro lado, muchas veces pensamos que el perdón, el pedirlo, soluciona todo. Y mira, pues no. Y aquí sí que me acojo de manera oportunista a la normativa judeocristiana sobre el propósito de enmienda. De nada sirve que me pidas perdón veinte veces si siempre vuelves a hacer lo mismo, y de aquí sí que puede surgir un lógico rencor; te perdono, pero si me sigues tocando las narices constantemente de la misma manera, lo más normal es que llegue un momento en el que te mande a tomar viento. Hasta donde llega el perdón o la aceptación del daño es una decisión, o más bien un instinto, estrictamente personal. Y esto tampoco va a ser como a nosotros nos dé la gana. Cuántas veces habré dicho «pero si te he pedido perdón un montón de veces», cuando muy posiblemente tendría que haberme aplicado en pedirlo una única vez… Ains.

Y volviendo al principio… a este batiburrillo de ideas le falta indulgencia. En una doble vertiente además. Por un lado, debemos ser indulgentes con nuestros heridos de guerra; dejar tiempo y espacio, margen para que ellos tomen las decisiones pertinentes. Ser respetuosos con la recuperación y no esperar nada a cambio. Hacer saber que admitimos el error, que seguimos estando ahí…pero no presionar a nadie. Porque buscando el perdón apretando tuercas lo que podemos conseguir es exactamente lo contrario: generar un genuino rencor. Y salir aún más dolidos y sintiéndonos más culpables de lo que ya nos sentimos.

Por otro lado…también debemos ser indulgentes con nosotros mismos. En estos días me he dado cuenta de que necesito el perdón ajeno porque yo misma no puedo perdonarme por mis errores. Y quizás sea por ahí por donde haya que empezar, quizás perdonándose uno mismo se empiece con el dichoso propósito de enmienda; lo que sí está claro es que autoperdonándose se marca de manera clara la frontera entre la humildad y la dignidad. Porque…quién no se ha humillado alguna vez en busca de perdón.

En resumen…humanidad. Somos humanos, nos equivocamos. Buscar la perfección, o lo que es peor, creerse ya perfecto e infalible, nos hace caer desde los más altos precipicios cuando nuestros yerros estallan en nuestras narices arrasando a veces con todo. Así que mejor aceptarnos a nosotros mismo, y aceptar y respetar la diversidad de los otros.

Parece un proyecto de por vida…

 

 

 

 

 

 

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