No nos querían

Para Ibón S. Rosales, porque lo prometido es deuda. Y porque lo que ha unido la poesía, no se separará nunca.

No nos querían. Pero decidimos volvernos ciegas a las evidencias; a los silencios, a las desapariciones, a los desplantes y a las incoherencias. Decidimos también desoír aquellas voces de los que sí nos querían, construyendo un muro de terquedad a nuestro alrededor que nos aisló de la verdad. Decidimos, intoxicadas por los malditos tópicos del amor romántico, perdonar por encima de nuestras necesidades y de nuestros principios. Y ahora, desde la soledad que provoca el abandono, descubrimos con estupor que no podemos perdonarnos a nosotras mismas.

No nos querían, pero en aquella ceguera nuestra ignoramos el hecho que estábamos solas, mucho antes, quizás desde siempre. Olvidamos a conciencia que la segunda acepción de «amor» es «compromiso». Y nos dedicamos, incansables, a entenderlo todo, a justificarlo todo. Cuando en realidad quien quiere estar contigo, está contigo; sin cortapisas, sin excusas, sin más complicaciones. Cuando en realidad quien quiere estar contigo busca en tu alma y en tu piel un refugio, un espacio para compartir y sentir la vida; un lugar en donde caben la risa y el llanto, la alegría y la pena. Porque eso, precisamente eso, es el amor.

No nos querían, y en realidad, bajo nuestro amor, (porque, nosotras, sí les queríamos) escuchábamos el sonido amortiguado de este secreto a voces. Y empezamos a desconocernos, a hacer cosas de las que no nos sentimos orgullosas. Cosas que nacían de la inseguridad y el miedo, de la duda y de la desesperación. Y ahora, que nos hemos quedado con las manos vacías, nos dedicamos a escuchar el sonido atronador de la que ahora es la pregunta del millón: ¿quién soy?

No nos querían, y porque ahora lo sabemos, odiamos el tiempo. El tiempo que invertimos y que ahora consideramos perdido (ya verás que en realidad, es solo tiempo vivido); el tiempo del que todo el mundo nos habla como la panacea, como la cura, y que a nosotras nos da risa. Porque el tiempo es elástico y mentiroso, y en los días buenos trascurre en segundos, y en los malo, dura tres otoños. Qué nos van a contar a nosotras del tiempo, cuando cada mañana, frente al espejo del baño, mientras contemplamos los estragos de la noche en nuestro rostro, no dejamos de preguntarnos «¿hasta cuándo?».

Ahora ya solo nos queda lugar para la esperanza. La esperanza de la sanación y del reencuentro con nuestra identidad, y el tratar de averiguar, desde nuestra recién estrenada dignidad (no la pierdas, es de las pocas cosas que nos quedan en esta caja de Pandora abierta), en dónde coño se nos quedó, perdido, el amor propio. La esperanza de poder asumir que el olvido es imposible, y de que el objetivo real es recordar sin dolor. La esperanza de que todo cambio es oportunidad, y que hay que aprender, porque aprender es la mejor forma de vivir. Y de que todo pasa, de que todo muere pero también nace, de que un día no muy lejano volveremos a sonreír, y que esa vez, la primera en siglos, será de verdad.

La esperanza de volver a ser libres. En definitiva, de volver a ser nosotras. Desde estas líneas, te invito a compartirla conmigo.

Yo quiero ser «millenial» : «La barra de Copérnico», de Ibón S. Rosales

Las letras

Elegí las letras para remover

porque el culo

ya lo tenían

muy visto.

 

Millenial es una palabra recurrente en redes sociales y artículos de prensa, en este día a día tan nuestro en el que la sociedad se empeña en el etiquetado y envasado de personas y generaciones. Parece ser que el término hace alusión a los nacidos entre tal y cual fecha. Pues mira qué bien.

Según estos estrictos parámetros, Ibón S. Rosales (1992) es millenial y escribe poesía; una poesía que ella misma me definió como «tuitera» y «ligera». Y es que una de las supuestas características de la generación millenial es su estrecha vinculación a las redes sociales como medio de comunicación amplio, a veces hasta impúdico, donde la línea de lo considerado moralmente privado es difusa e incómoda.

Y yo me pregunto: ¿y qué? Existe ya desde hace unos años un debate en el mundo de la crítica literaria sobre lo que es buena poesía y lo que no lo es, a raíz del surgimiento de figuras como Elvira Sastre, que saltó de un blog personal al papel; y Marwan, que hizo lo propio desde sus canciones y su cuenta de Twitter. Se trata una poesía poco escolástica, informal en el sentido más estricto de la palabra, que utiliza un lenguaje callejero y cotidiano que podría escandalizar a los lectores más tradicionales.

¿Y qué?

Personalmente, leo a veces a través precisamente de las redes sociales una poesía que tengo que revisar un par de veces para poder entender: construcciones artesanales, gongorinas, de factura morfológica impecable… pero que me deja fría, porque frío es el vacío que me dejan en el alma. Mi idea de poesía es otra: es abrirse la piel y dejar que la carne sangre, se drene y se limpie. Es vehemencia, es pasión, es una virulencia verbal de honestidad perturbadora. Es, en definitiva, la plasmación desnuda de emociones, ideas y sentimientos verbalizadas de tal modo que conecta en lo más profundo con todos nosotros. Es por ello que la poesía, la buena, a veces me duele tanto que tengo que abandonarla en un rincón. Ya vendrán tiempos mejores. O no.

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Me dolió tanto este poema que lo tuve que morder

Pese a esta preferencia, reconozco que cada vez que leo que se cataloga un poemario como «fresco», la tendencia es la de salir huyendo; no se puede huir siempre de los prejuicios aprendidos, y asume una que se va a topar con intrascendencia y exceso de ligereza. Pero » La barra de Copérnico» no es fresco; es simplemente, limpio. No escribe Ibón sobre si misma; simplemente, se escribe en esta colección de poemas escritos durante nueve años de su vida. En ellos nos habla del amor y del desamor, que no son para nada millenials, sino maravillosos y terribles para todos por igual. Escribe también sobre su amor por el periodismo y sus conflictos con esta profesión de equilibristas; sobre su militancia feminista que es profundamente solidaria y empática; sobre su simple-compleja observación de la realidad, sobre una geografía vital (Madrid, Barcelona, México, Gran Canaria) que la ha configurado como ciudadana activa del mundo. Su lenguaje es más trascendente de lo que ella misma quizás pueda pensar; la aparente simpleza de sus palabras nos lleva sin meandros a su verdad. Y es intensa la desnudez y la franqueza, y ves el corazón, el alma, el dolor, el abandono; también la fortaleza y la alegría. «La barra de Copérnico» es buena poesía.

¿Que por qué quiero ser millenial? Porque envidio esta transparencia y falta de pudor, esa capacidad de conexión que va más allá de cualquier edad o pertenencia. Porque, siguiendo con ironía esta moda que nos condena a encasillarnos, mi generación se dedica a llenar vitrinas de fracasos y algún que otro triunfo, y a barrer sueños rotos debajo de la alfombra. Y calla; y yo quiero, más que hablar, gritar. Porque los poemas de Ibón, a pesar del dolor que muchos de ellos destilan, están llenos de esperanza; porque es admirable que en estos tiempos que corren, alguien la tenga.

Yo quiero ser millenial. Lean a Ibón S. Rosales y quizás ustedes también quieran serlo.

la barra de Copérnico

La portada se ha quedado levantada; confieso que he leído.

«La barra de Copérnico», de Ibón S. Rosales, está publicado en la Colección Ites de la editorial Olé Libros. Puedes comprarlo en su página web https://olelibros.com/comprar-libros/poesia/coleccion-ites-poesia/la-barra-de-copernico/

También en la Librería Canaima, Librería Lemus y El Corte Inglés, entre otros puntos de venta.

Barbecho (y un cajón desastre literario)

Y así estamos todos. Viviendo un tiempo extraño, de detención, de incertidumbre, en el que nadie sabe lo que va a pasar en realidad pero lo tememos o sospechamos. Tiempos de ansiedad y miedo, en los que somos conscientes de que debemos continuar hacia adelante, pero en los que no sabemos cómo, y en muchos caso, ni para qué.

Pero el barbecho en los campos es necesario; supone dejar a la tierra descansar, recuperarse, llenarse de nutrientes para poder ofrecer nuevas y fructíferas cosechas. En realidad, y si sabemos utilizarlo con sabiduría, el tiempo de barbecho no es estático, sino dinámico. Un tiempo de regeneración interna basado en la fe de que, con el tiempo, todo volverá a dar su fruto.

Mis circunstancias personales hacen que este barbecho común sea aún más intenso; más que barbecho, me ha llegado un invierno inesperado, silente y triste. Pero no queda otra a veces que asumir lo que nos cae encima, sobre todo cuando en realidad no depende de nosotros; porque darse de cabezazos contra un muro al final no es un ejercicio de bondad, sino de sadomasoquismo. Porque no se puede ayudar a quien no quiere ser ayudado. Sea, pues. Respeto. Ajeno, pero también propio.

Este barbecho mío está siendo silencioso y reflexivo. He encontrado refugio (y muchas veces consuelo) en la literatura. En los libros he apoyado mi dolorida cabeza para descansar. Y me parece maravilloso que en tiempos de zozobra, de duda e incluso de miedo, parece que todo lo que leo habla de mí y de mi vida. Es algo mágico, de veras; le hace a una creer en una cierta idea de destino; o quizás solo sea casualidad. A saber.

En los últimos días he acabado una novela, comenzado otra y he hecho un pausa para caer en una lectura inesperada. Un barbecho intelectualmente activo el mío, y gracias a Dios.

«La vida es una novela que ya sabemos cómo termina: al final el protagonista muere. Así que lo más importante no es cómo acaba nuestra historia, sino cómo vamos a llenar las página. Pues la vida, al igual que una novela, tiene que ser una aventura. Y las aventuras son las vacaciones de la vida»

Mantengo una relación amor-odio con Jöel Dickers; sus dos primeras novelas me fascinaron por su perfecto equilibrio entre novela negra y pensamiento filosófico, que le hacían brillar en un género muchas veces desprestigiado. Sin embargo, las que le siguieron eran novelas negras sin más; excelentes, sí, pero desprovistas de ese halo existencialista que tanto había admirado. Su último libro, El enigma de la habitación 622, cuyo último párrafo reproduzco, resulta original en su estructura: es una suerte de meta-novela en la que el protagonista es el propio autor, que comparte con nosotros su proceso de construcción literaria y sus recuerdos sobre su editor y amigo recientemente fallecido. Una trama bien construida, rodeada de subtramas muy interesantes. Recomendable para el verano, sin duda.

Este fragmento me hizo pensar en la dificultad de vivir aventuras en estos tiempos de encierro, ya sea físico o psicológico. ¿Cómo vivir «aventuras» cuando todos los días son clones de los anteriores? ¿Qué hacer cuando incluso lo disfrutable de la vida te vuelve gris y apática? El barbecho; solo nos queda tener fe en el barbecho y en su tiempo. Y desgraciadamente eso resulta desesperante, al menos para mí.

«Todo tiene su momento oportuno; hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo:

un tiempo para nacer, y un tiempo para morir;

un tiempo para plantar , y un tiempo para cosechar;

un tiempo para matar, y un tiempo para sanar;

un tiempo para destruir, y un tiempo para construir;

un tiempo para llorar, y un tiempo para reír;

un tiempo para estar de luto, y un tiempo para saltar de gusto;

un tiempo para esparcir piedras, y un tiempo para recogerlas;

un tiempo para abrazarse, y un tiempo para despedirse;

un tiempo para intentar, y un tiempo para desistir;

un tiempo para guardar, y un tiempo para desechar;

un tiempo para rasgar, y un tiempo para remendar;

un tiempo para callar, y un tiempo para hablar;

un tiempo para amar, y un tiempo para odiar;

un tiempo para la guerra, y un tiempo para la paz.

Sorpresa, sorpresa: sé que es una cita larga, pero escuchar este capítulo 3 del Libro del Eclesiastés de la boca del querido Sergio Sánchez el pasado jueves en un funeral en Tafira Alta me sacudió intensamente. Más barbecho; barbecho por todos lados.

El realidad la sacudida fue tal que leí el libro completo esa misma noche. La Biblia ha sido capitalizada por el catolicismo, pero en realidad es una fascinante obra literaria, una epopeya a la altura de El señor de los anillos. Particularmente los llamados «Libros Espirituales» resultan sorprendentes porque van un tanto contra la naturaleza impuesta de esta religión, que, nos guste o no, educativamente es la nuestra. Tenemos el Cantar de los cantares, que es puro hedonismo erótico; el Libro de los Proverbios es un compendio moral que a ratos, por disparatado, es divertidísimo; y este Eclesiastés que menciono hoy es una especie de carpe diem que nos invita a disfrutar de lo bueno de la vida, porque ello agrada a Dios. Analiza también nuestras motivaciones reales a la hora de emprender unas u otras acciones, resumiéndolo todo en una frase que es una suerte de mantra a lo largo del libro y que me parece simplemente maravillosa: «todo es vanidad, y correr tras el viento».

Esa capitalización católica de la Biblia es la que hace que haya pasado los últimos años maldiciendo la educación judeo-cristiana que recibí; una educación que nos inculca la hiperresponsabilidad y el sentimiento de culpa perpetuo como modo de vida; una educación que nos mantiene en un conflicto permanente con nuestra propia naturaleza, y con la otra mejilla magullada de tanta bofetada. Pero mira, al final todo se trata de los ojos con los que mires las cosas; nuestra propia tradición nos hace regalos como esta maravillosa cita. Que parece que toda la filosofía oriental tiene más prestigio que la nuestra (mientras escribo estas líneas, caigo en la cuenta de que mi Whatsapp tiene en su portada una frase de Lao Tsé). En eso pensaba, intensamente, mientras conducía de regreso a casa.

«Si Eva hubiese contado con una pala en el Paraíso y hubiera sabido qué hacer con ella, nunca habríamos tenido que pasar por ese triste asunto de la manzana»

Anoche leí esto y me tuve que reír; y es que Elizabeth von Armin, en su deliciosa novelita Elizabeth y su jardín alemán tiene más razón que una santa. Apenas he leído las primeras páginas y entiendo a la perfección el revuelo que se armó tras su publicación a finales del S.XIX. ¡Cuánto empoderamiento! ¡Cuánta libertad a la hora de hablar de un esposo que no la comprende y la margina, y en el reconocimiento de que su felicidad individual, representada simbólicamente por el jardín, está por encima de todas las cosas! Y aquí cierro mi círculo maléfico sobre la educación judeocristiana: las mujeres somos las grandes damnificadas de toda esta cuestión. Y es que justo lo hablábamos mis amigas de la infancia y yo cenando la semana pasada: hemos sido educadas para cuidar, para olvidarnos de nuestro amor propio en aras de la familia, el compañero o el hogar, en el sacrificio a través de una bondad sumamente mal entendida. Creo que las mujeres somos conscientes de ello… ¡pero qué difícil resulta sustraerse en nuestras acciones cotidianas a esa comedura de tarro perpetua con la que hemos tenido que crecer y vivir!

Releo lo escrito y la verdad es que me asombro de las mágicas confluencias literarias que se han dado en los últimos días. O quizás no es cuestión de magia, sino de una percepción agudizada por el hecho de tenerlo todo a flor de pie en este nuevo agosto que estrenamos que para mí se augura como el más frío de los eneros. En cualquier caso, sonrío.

Que este barbecho les sea provechoso, amigos mío. Que les alimente el alma y les dé fuerzas para lo que esté por llegar.

 

 

La nueva realidad

Y se acabó. Pero…¿se ha acabado realmente? Los medios y los representantes políticos y sanitarios nos instan a no bajar la guardia, aunque las nuevas normativas, sobre todo en lo referido a la apertura de fronteras, controles sanitarios y cuarentenas, parezcan una contradicción más añadida a otras tantas que hemos vivido en estos meses.

Ha sido difícil. Releo mi última entrada, censurada por Facebook, por cierto, y me doy cuenta de que he vivido tantas cosas, he pasado por tantos estados de ánimo variopintos y surrealistas, que mi percepción sobre la pandemia es totalmente distinta que hace tres meses,cuando todo esto acababa de empezar. Quizás lo principal es la pérdida de la ingenuidad; ya no confío en nosotros, no vamos a salir mejores de esto. La sensación general es que no hemos aprendido nada,más bien todo lo contrario: hemos olvidado cosas básicas en lo que a sociedad y civismo se refiere.

La clase política española ha demostrado tener de todo menos eso: clase. Hace ya años que hacer oposición en España se parece cada vez más a una peli americana de esas en las que hacer campaña consiste en sacar los trapos sucios del oponente, y ojo que da igual que «bando» juegue con blancas o negras. Críticas vacías sin soluciones alternativas, aportación de datos falseados en una institución supuestamente honorable como el Congreso, ataques personales que acabarán en los juzgados, y un sinfín de conflictos embarazosos y vergonzantes que se sucedían mientras los ancianos morían solos en las residencias, los sanitarios jugaban a la ruleta rusa en los hospitales y la sociedad naufragaba económicamente.

Pero lo peor no es eso; mucho podríamos hablar de una clase política española creada de manera un tanto artificial después de cuarenta años de dictadura, pero como diría Pujol, eso hoy no toca. Lo más terrible es que la sociedad civil se ha dejado manipular en base a una teórica ideología, y ha salido a jugar a policías y ladrones a las calles. Ha habido semanas en las que el virus ha pasado a un segundo plano, y hemos estado más concentrados en observar (y criticar, claro) lo que hacían unos y otros imbéciles que se habían olvidado de que se jugaban la vida. La sociedad ya estaba profundamente dividida antes del estado de alarma, pero me ha sorprendido esta absurda guerra de guerrillas en la que el individuo se olvidó de sí mismo, de protegerse y cuidarse, y accedió de mil amores a convertirse en un instrumento político más para el ataque y la confrontación. Y ojo, defiendo a ultranza la libertad de expresión y el derecho a la protesta; pero parafraseando de nuevo a Pujol…en ese momento, aquello no tocaba.

Reconozco que ahora tengo más miedo que antes. A pesar de las criticadas medidas del gobierno y de las acusaciones de «dictadura blanda», lo cierto es que esta sociedad tan borrega necesitaba un marco rígido para sus acciones (y ya sabemos que muchos se han pasado la normativa por el arco del Triunfo). Y ese marco funcionó, porque el virus se contuvo, el sistema sanitario respiró y se consiguió espantar a la de la guadaña. Pero ahora…depende única y exclusivamente de nosotros y de nuestras propias decisiones. Porque el que se pueda no significa que sea obligatorio a hacerlo; aquí ya depende de cada uno, si vas a una terraza o no, si ves a amigos o reduces tu círculo o no. Si te pones una mascarilla y te lavas las manos o no. Me preparo psicológicamente para visualizar burradas en redes sociales a partir de mañana. Gracias a Dios que hoy es domingo. Om.

La nueva realidad. Le copio la frase al periodista de RTVE Carlos del Amor, porque no me puede parecer más acertada. Sospecho que este blog está bloqueado en Facebook porque hice mención al 11-S y a todo lo que vino después. Nada ha vuelto a ser los mismo desde entonces, aunque recuerdo que la sociedad, haciendo de nuevo gala de una absurda ceguera, estaba por aquel entonces demasiado ocupada quejándose por no poder llevar champú y gel en la maleta. ¿Qué sucedió entonces? Pues que pataleamos, pero nos adaptamos. Y con esto sucederá igual, aprenderemos a vivir en una nueva realidad que aún está por definir; quizás la diferencia en esta ocasión es que el peligro es inevitable, el virus no entiende de nacionalidades ni clases sociales. El consuelo quizás se encuentre en esa libertad para auto protegernos, evitando situaciones de riesgo. Porque también ahora la libertad va a significar una cosa muy distinta.

El virus nos robó la primavera; ahora depende de nosotros el que florezca el verano. Que sea sereno y próspero para todos.

Ó

Pandemia

Aferrarse a las cosas detenidas

es ausentarse un poco de la vida.

La vida que es tan corta al parecer

cuando se han hecho cosas sin querer.

«El tiempo, el implacable, el que pasó»

Pablo Milanés

Pues sí, como el título de cualquier película catastrófica y apocalíptica mala de esas que nos ponen los fines de semana en Antena 3. Con el plus de «basada en hechos reales». Con su miedo, con sus errores gubernamentales, con sus personajes individuales inconscientes y temerarios, pero también con sus héroes, responsables y comprometidos.

Acudo a este foro mío, tan abandonado en los últimos meses (es complicado compartir la vida cuando, básicamente, has dejado de tenerla), para hacer lo mismo que hice muchas veces en otras entradas: ordenar mis pensamientos, vaciarme la cabeza, purgar el corazón. Y es que lo que nos está pasando a todos en estos días extraños e increíbles me tiene totalmente desnortada. Vayamos, pues, por partes.

He reflexionado en este blog muchas veces sobre la muerte. En tiempos pasados, la muerte estaba incorporada a la vida de manera natural: guerras, mortalidad infantil y materna, hambrunas, etc. Pero la subida generalizada de la calidad de vida de la ciudadanía y la implantación del estado del bienestar ha desnaturalizado la muerte, convirtiéndola en un acontecimiento extraordinario cuando realmente es solo una parte más de la vida: su final. Y no me malinterpreten, no me voy a poner neomalthusiana; pero no dejo de pensar en estos días que quizás viviríamos de manera distinta si tuviésemos más en cuenta el carácter finito de nuestra existencia. Vivimos como si nos mereciésemos el simple hecho de existir, y realmente, estamos en este mundo por puro azar. Pensamos que la vida debe ser justa y ecuánime, y es tan falsa esa idea que cuando la realidad nos sacude, nos destroza. No elegimos cuándo vivir: ¿por qué deberíamos controlar entonces cuándo morir? ¿Parecen estos planteamientos filosóficos demasiado elevados? No lo creo. Lo que sucede que es sumergidos como estamos en la imparable rutina cotidiana, en sofocar llamas en vez de grandes incendios, nos olvidamos de pensar. De pensar en lo verdaderamente importante.

A veces nuestra subsistencia está condicionada por algo tan simple como el lugar donde el destino o la suerte nos hizo nacer. Porque claro, por primera vez desde hace mucho tiempo esto que nos sucede no es una noticia residual y remota en distancia en un informativo cotidiano; ni siquiera es una noticia que se mantiene por moda un tiempo en nuestra conciencia para desaparecer después sepultada por la vorágine informativa de estos tiempos modernos y veloces (pienso en Siria, por ejemplo). Esta vez…nos está pasando a nosotros. Y tenemos miedo.

En esta «película» se están cometiendo muchos errores desde el punto de vista de la gestión política, y por añadidura, de la gestión informativa. Pero es que nadie sabe exactamente qué hacer en un caso tan complejo y tan ajeno a la voluntad como este. Por mi parte, considero que uno de los pilares de este sistema democrático nuestro (imperfecto, pero nuestro al fin y al cabo) es la legación del poder; a esa gente que nos manda la elegimos nosotros. Y nos toca confiar, aunque sea difícil, aunque nosotros haríamos las cosas de manera distinta, aunque todo parezca insuficiente. Perdemos de vista también que los políticos piensan en el presente, pero también en el futuro; es muy duro tomar decisiones radicales que se sabe que van a suponer un tremendo varapalo económico y social. Y entiendo que hay un deseo subyacente de no permitir que esta pandemia arrase con todo, porque… ¿qué demonios nos va a quedar después?. Desgraciadamente, porque hay vidas humanas en juego, en este asunto va a haber mucho de ensayo – error; como en la vida misma. Mi postura en este sentido es la observación y la prudencia: el continuo cuestionamiento e instrumentación política de todo lo que se hace y deshace en estos días me genera ansiedad. Y un pelín de rabia, la verdad.

En la gestión de crisis de este tipo hay un alto componente de responsabilidad individual. Y de nuevo, aparece nuestra exultante humanidad, capaz de mostrar lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros. De nada sirven los aplausos en las ventanas si luego tomamos decisiones que nos pueden afectar negativamente, ya no solo a nosotros, sino a colectivos más amplios. Esta situación de nuevo pone de manifiesto uno de los grandes males del mundo contemporáneo: la pérdida del concepto de «sociedad» en aras de un individualismo exarcebado. Somos hijos ingratos de nuestro tiempo, hemos perdido la idea de humanidad en favor de las microsociedades más o menos elitistas. Cierro los ojos y pienso que más que temerle al virus, tengo miedo de nosotros.

El confinamiento es complicado, aunque lo racionalicemos y sepamos que es lo necesario. No es fácil asimilar que para demostrar verdadero amor por los tuyos debes estar lejos; la soledad a veces me muerde fuerte en el estómago y me moja los ojos. Pero prometido que enseguida se me pasa. Pienso mucho en las cárceles últimamente, y en conflictos que dividen a nuestra sociedad, como la reinserción y la prisión permanente no revisable. Yo ya lo tenía claro, pero les invito de todo corazón a experimentar en estos días lo que suponer dejar de ser LIBRE. Sí, con mayúsculas, porque es precisamente eso lo que hemos perdido, y lo que nos queda: hemos perdido nuestras libertades más básicas, como la de la movilidad, el acercamiento social y familiar, la capacidad de decidir si vamos a trabajar o no, y otras tantas que mucho me temo que perderemos si la situación  no mejora en los próximos días.

Menudas comidas de coco, ¿verdad?. Pero es que la verdadera motivación de estas líneas parte de una conversación que tuve con un amigo lejano, en la que se planteaba si íbamos a aprender algo de todo esto, o si, como tendemos a hacer siempre, no aprenderíamos nada de nada. Yo quiero aprender. Yo quiero que todo este batiburrillo de ideas me sirva para algo en el futuro; que remueva mi conciencia y lo que pienso de la vida. Que me enseñe a valorar el tiempo, tan preciado y desperdiciado tantas veces; el amor y la vida,

Y de nuevo, entra en juego el concepto de responsabilidad civil. Tengo 42 años y soy testigo de la Historia: a lo largo de mi vida he sido parte, voluntaria o involuntaria, de acontecimientos que han cambiado, aunque no seamos conscientes de ello, nuestro día a día: la Guerra del Golfo, la entrada de la moneda única, los atentados del 11-S y del 11-M, próximamente, el Brexit, entre otros muchos que seguro que se me escapan. Observemos, asimilemos…y aprendamos. Que todo esto nos sirva, como enorme colectivo, de algo. Y que ese algo sea mucho.

Quiéranse y quieran. Quédense en casa.

Saldremos

Autora: @72kilos      Fuente: Twitter

 

 

Esperar

Ayer me subió el cabreo a la boca del estómago como un volcán hawaiano. A veces pasa, no es lo habitual en mí, porque soy víctima de ese tópico que existe sobre el carácter: tenerlo no significa que sea malo. Digo yo.

Tenía una cita a las siete de la tarde en un centro médico para renovar esa reliquia sagrada en la que se había convertido mi carnet de conducir. Y hablo de reliquia porque la administrativo (¿administrativa?) del establecimiento en cuestión alucinó cuando vio mi carnet rosa, aquel tríptico ancestral expedido en el año 2003, y guardadito en la inefable funda azul de la autoescuela María del Carmen de Benítez, que ya ni existe en mi barrio. En fin.

Soy puntual, mucho. Y cuando llegué al centro, la gentil colombiana que recibía me informó rollo «qué pena con usted» que aunque dieran citas a determinada hora, que había que contar siempre con al menos media hora o cuarenta minutos de retraso. De ahí el cabreo; ¡pues dame cita para las siete y media entonces, coño!

Parece una chorrada, ¿verdad? Pero es que la coyuntura que me rodea en estas semanas (quizás sería más correcto decir que me estrangula) me está obligando a esperar por cosas, personas y acontecimientos constantemente:  problemas domésticos, pruebas médicas propias y gatunas, ofertas de trabajo que no terminan de concretarse, y esperas más cotidianas relacionadas con encuentros y desencuentros. Vamos, que estoy hasta el moño.

La media horita de espera la utilicé, además de para tranquilizarme, en reflexionar sobre ese término maldito: control. Quizás orientemos nuestra existencia en hacernos dueños y señores de nuestras vidas, de nuestro tiempo, de la fenomenología cotidiana o estructural de nuestra existencia. Y resulta que es imposible, que en esta sociedad individualista que nos insta de manera constante a la independencia, al final el devenir de los días está condicionado por decisiones o conductas absolutamente ajenas a nosotros. No podemos hacer otra cosa que esperar, esperar a que lleguen los mensajes, los correos, los resultados, las personas. A mí personalmente esto me genera bastante ansiedad, y más ahora, que tengo todas las bolas en el aire y manoteo para tratar de coger alguna. Ansiedad y frustración a partes iguales, porque al final no te queda más remedio que admitir que tienes que apretar los dientes, tragar dosis variables de bilis y seguir esperando.

No quiero ser radical en esta afirmación, porque sería caer en un estilo de vida determinista, asociada a una idea de destino grecolatina, judeocristiana por extensión, que creo que hemos dejado atrás. El asumir esta falta de control sobre determinadas variables no debe anularnos como agentes activos de nuestra vida; tampoco podemos repantingarnos en el sofá a esperar a que pase todo, a que las cosas se arreglen solas (a veces funciona, otras tantas no), a que los días nos sobrevuelen. No podemos convertirnos, en definitiva, en espectadores de nuestras vidas.

Y al final, justo cuando Milena, la colombiana, me llamó para empezar el reconocimiento, concluía mi disertación mental con la idea de que lo único que podemos controlar, o al menos intentarlo, es nuestra actitud ante lo que no depende de nosotros. He pasado algunos meses con el corazón amordazado con el doloroso pensamiento de por qué todo me ha salido mal si yo lo he hecho todo bien. La respuesta es sencilla, y no por ello amable: porque no todo depende de mí. La mala suerte existe, las malas rachas son indudables, y quizás sea más saludable aferrarse a la idea de que pasará; saludable, pero no fácil, claro. Al final todo se trata de escoger en qué tipo de pensamiento te haces fuerte, si en el de la derrota o en el de la resignación. Y esa es mi batalla cotidiana; una lucha constante contra el desánimo y la desilusión. Y cada noche me doy cuenta de que no siempre salgo vencedora, pero cierro los ojos siendo consciente de que cuando vuelva a abrirlos tendré otro combate al que enfrentarme. Yo, que siempre posé mi mirada esperanzada en el futuro, quizás estoy condenada ahora a vivir día a día, obligándome a no pesar mucho más allá de cada amanecer.

Adaptarse o morir. Y a seguir esperando.

puntos suspensivos

 

Recaídas

El lunes perdí el primer vuelo de mi vida. Y mira que soy estricta con estas cosas, porque sé que soy despistada como yo sola, y estoy más que acostumbrada a comprobarlo todo treinta veces por si las moscas. Después de un fugaz fin de semana en Madrid por motivos laborales, no encontré mi vuelo en el panel del aeropuerto, porque había salido veinte minutos antes. Lo mejor de todo fue que cuando fui al mostrador de Iberia, después de sufrir un mini ataque de pánico, a comprar un nuevo billete…me doy cuenta de que también he perdido mi tarjeta de crédito; debió quedarse abandonada en la máquina expendedora de billetes de metro…¡tres días antes! Y ahí ya me derrumbé totalmente.

Le puede pasar a cualquiera, ¿no? Sobre todo a alguien como yo, que vuela con frecuencia. Pero aparte de la rabia producida por mi propia torpeza, el llanto incontrolable se debía a la toma de conciencia de que no estoy bien. No estoy bien y punto.

Hay una escena de una película que evoco con frecuencia en mis conversaciones. Y es que aunque «Bichos» es un producto Disney orientado al público infantil, en sus primeras imágenes evoca algo típico del ser humano, sea de la edad que sea. Las hormigas están en proceso de recolección de provisiones para el invierno; circulan ordenadamente en fila llevando alimentos al hormiguero, pero, de repente…una hoja de un árbol cae sobre ellas e interrumpe la marcha. Las hormigas sufren un ataque de pánico, no saben cómo seguir, se han desconectado de sus compañeras. En plena crisis, aparece un capataz que las tranquiliza: «Tranquilas, esto ya ha pasado antes: procederemos a rodear la hoja».

El lunes me sentí hormiga. Y esto me hizo tomar conciencia de que mi vida está cogida con pinzas en estos momentos. Cualquier acontecimiento trivial me desestabiliza de manera desorbitada, todo lo que no sea premeditado o rutinario me hace caer en lo más hondo. Y lo que más me desconcierta es que yo, que siempre me he jactado de mi autoconocimiento y de mi lucidez en estos días arduos que me toca vivir… no tenía ni idea.

Esta toma de conciencia llega en el peor momento, porque realmente y al menos en apariencia, creía sentirme mejor. Había dejado de llorar a diario, empezaba a asumir que el olvido no es voluntario, y había dejado de esforzarme en bloquear mi memoria; una memoria malintencionada que me sacude el alma cada vez que frío una sartén de papas, bien tostaditas, o cuando pienso que no tengo que triturar la cebolla en la batidora antes de hacer una fritura. O simplemente, leer, escuchar, percibir algo hermoso y no poder compartirlo ya. Creía estar aceptando mi situación real, y empezaba a ser más indulgente conmigo misma. Y resulta que el dolor seguía estando ahí, agazapado en las sombras, y dispuesto a atacarme salvajemente. Vaya por Dios.

He recaído, pues. El lunes me sentí devastada de nuevo, desnortada y sin energías. Con miedo, sin coraje, e increíblemente sola; abandonada, más bien. Y con desesperanza, claro; ese mirar de nuevo al infinito y no ver nada, sentir que no he avanzado, que el dolor y la desolación son estáticos, que todo sigue igual.

Pero no pasa nada; después de estar machacándome durante dos días por este retroceso, me voy a tratar con cariño. Si toca volver a la casilla de salida, pues lo hacemos y volvemos a tirar los dados, a ver lo que sale. Si toca volver a hacerme las ciento cincuenta preguntas que se me han quedado sin contestar es porque no he encontrado las respuestas; es normal que me las siga haciendo. Tengo que recordar que los plazos no los elijo yo, sino mi corazón roto, y el pobre ahora mismo no sabe cómo recomponerse; por mucho que quiera, el corazón no piensa, solo siente. Y está bien así.

Esta es una entrada muy personal, uno de mis habituales «vómitos» emocionales. Pero les invito a reflexionar si realmente se tratan a ustedes mismos con amor. La firmeza es necesaria, claro esta, porque tampoco es bueno dejar que el  corazón se revuelque en sus propios pedazos. Pero con amor. Porque para superarse hay que aceptarse y quererse primero. Solo así, al menos yo, espero con suerte evitar futuras recaídas.

 

Educación sentimental

  • ¿Tú qué lamentas del pasado?
  • Creo que hubiera tendido una educación sentimental más plena. Habría sabido querer mejor. Más pronto.

De esta conversación extraigo el título de esta entrada, sin dejar de alabarle a mi interlocutor su capacidad de autoanálisis, algo que a veces en el género masculino brilla por su ausencia. Y no es un reproche, lo digo con cierta lástima, porque no hay nada más útil en esta vida que conocerse bien a uno mismo.

Esta interesante charla derivaba de otro concepto interesante, el de la educación de género. Hablábamos de esa resistencia moral que siente el hombre a hacerle daño a una mujer, a ese inmovilismo que hace que el género masculino espere sin más a que las cosas caigan por su propio peso, como si de fruta madura se tratase. Sin ser conscientes de que así el golpe no se suaviza, y que en realidad se hace más daño de esta manera. Sobre todo a uno mismo, porque la culpa es invasiva, parasitaria y se retroalimenta de una manera increíblemente cruel. La conclusión de mi oponente verbal es que todo esto es una tontería, porque al final las mujeres somos más fuertes; sufrimos más, pero nos recuperamos mejor, porque poseemos de mayor conciencia emocional. La soledad derivada de la incomprensión (o más bien del etiquetado) social nos ha hecho estar más en contacto con nosotras mismas; simplemente, nos conocemos mejor. Por otro lado, la verborrea femenina en este caso es una virtud; expresamos mejor nuestros sentimientos, tenemos la capacidad de apoyarnos más y mejor en nuestras amistades y familiares. Paradójicamente, nuestra teórica debilidad nos hace más fuertes, mientras que el hombre ha sido educado para ser solo (no estar, cáptese el matiz diferencial). Esto me entristece muchísimo; mis condolencias a los hombres por sus pesadas y solitarias cargas.

La mujer ha sido educada para ser sensible, con la excusa de las hormonas y la del teórico cuidado amoroso de los hijos. El hombre, sin embargo, ha sido educado en la búsqueda constante de una estabilidad sin fisuras; para ser el sostén inamovible de todo lo que construye a su alrededor. El género masculino, en una actitud que parece egoísta, pero que creo que no lo es tanto, se cree el centro de su propio universo, una suerte de piedra angular que no puede fallarle a nada ni a nadie. No se me ocurre una manera más perversa de esclavitud que la negación de la propia debilidad; porque por muy fuertes que seamos, las circunstancias de la vida nos hacen débiles en muchas ocasiones. Y sucede que no tenemos ni puñetera idea de qué hacer con ese sentimiento.

Aquí vuelvo al término de «educación emocional», porque esto no tiene nada que ver con el género. Hombres y mujeres (al menos los de mi generación) hemos sido educados para ser perfectos. Nadie nos ha enseñado a lidiar con el fracaso y la adversidad, nadie nos ha enseñado a ser cooperativos con nuestros sentimientos; sentimientos que, simplemente, son, y que a veces no tienen ninguna explicación racional, como el amor. Nadie nos ha enseñado nunca a querernos a nosotros mismos tal y como somos, o, mejor dicho, hemos sido adiestrados en la potenciación de nuestras virtudes y no en la aceptación de nuestros defectos, única manera esta de mejorarlos y de superarlos. Y es una verdadera lástima, porque amarnos a nosotros mismos incondicionalmente es lo único que nos permite amar a otros y permitirnos ser amados. Y adquirimos la mala costumbre de delegar ese amor, que debe ser propio, en quienes nos rodean, cuando al final da lo mismo cuánto te quieran: si tú no te quieres a ti mismo, ese amor externo nos parecerá siempre una lismona. Y así, nunca nos creeremos merecedores de nada, o nadie. Y tratar de suplir la falta de autoestima con el amor, o la mera aceptación, de los demás, sí que me parece un acto egoísta. Cúrratelo, aprende a quererte; no queda más remedio.

Nuestros padres lo hicieron lo mejor que supieron, porque ellos también fueron hijos en su día, y recibieron una herencia quizás más cruda que la nuestra. En mi caso personal, procedo por un lado de una torpeza emocional notable, de un desconocimiento absoluto de la comunicación y expresión de los sentimientos; por el otro, heredé una visceralidad explosiva, incapacitada para gestionar lo que no se puede comprender. Pero ahí está la clave de todo esto: resulta simplista y sumamente injusto responsabilizar a esta herencia recibida de nuestros errores o incapacidades. Aquí es donde entra la madurez y la capacidad personal; si lo estás haciendo mal, cámbialo. Si te estás jodiendo la vida, y de paso, se la estás jodiendo a otros, dótate de las herramientas vitales necesarias para dejar de hacerlo. Ya no somos críos, y a pesar de que la aceptación de la propia debilidad sea un derecho fundamental del ser humano, no podemos quedarnos anclados en esa indefensión. Hay que asumir, que como dice la canción, todo el mundo hace daño alguna vez; es nuestra responsabilidad moral aprender de ello, perdonarse y cambiar, para poder ser perdonado.

Me gusta pensar, en medio de mi tristeza cotidiana, que la madre que ya nunca seré lo hubiese hecho bien en este sentido. Pero al mismo tiempo me siento tan imperfecta, tan débil en estos momentos, que esta idea me parece sumamente pretenciosa. En cualquier caso, el cultivo esmerado de la educación emocional me parece un pilar fundamental para ser mejores personas, y hacer que los nuestros también lo sean.

Estamos en ello.

 

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Puesta de sol en tras el torii de Miyajima. Japón, 2010

 

 

En algún momento

En algún momento habrá que mirarle a los ojos a la Verdad, con mayúsculas. Por hacer algo distinto, en este océano ciego de inercias en el que me ahogo.

En algún momento tendré que dejar de odiarte cada mañana entre lágrimas, y de perdonarte cada noche. Entre lágrimas, también.

En algún momento habrá que asumir que el amor era solo mío, que nunca fue tuyo, porque nunca fuiste libre y valiente como para darme nada.

En algún momento habrá que volver a tener esperanza, y rezar con las manos juntas porque lleguen cosas nuevas que llenen el enorme vacío de mi alma.

En algún momento habrá que sonreír de nuevo abiertamente, y borrar de un plumazo esa mueca extraña que me baila en los labios, burlándose de mi pena.

En algún momento habrá que volver a soñar con la alegría, que era tan mía, y que ahora me resulta un vago recuerdo en este mar de pesadillas.

En algún momento habrá que dejar de preguntarse el porqué. Y abandonar el demoníaco mantra de «esto, yo no me lo merecía».

 

En algún momento. Que no es ahora, ni sé cuándo será, porque el tiempo en realidad no significa nada cuando eres dolor, herida.

Porque cuando se ama de veras, siempre es demasiado pronto para el olvido.

Tal día como hoy

Soy una esclava de las fechas. Qué quieren, soy así. Cada mañana, el teléfono móvil me recuerda qué día es, y automáticamente, mi maldita memoria me recuerda las efemérides señaladas. Y porque los seres humanos somos así, normalmente no recuerdo las positivas o las alegres.

Esta mañana, mi teléfono me ha recordado que es 4 de abril, y que tal día como hoy, hace dos años, la luz de mi abuela, de Tata, se apagó. Ha pasado suficiente tiempo como para que los recuerdos no duelan, es más, provocan una sonrisa y calientan el corazón; porque cuando perdemos a alguien, debemos esforzarnos en recordar con amor, y estoy plenamente concienciada (y ya he hablado de ello muchas veces en este blog) de que la muerte solo es una parte más de la vida, y que como tal, hay que incorporarla a ella. Y es que nuestra existencia está plagada de ganancias y de pérdidas, y quien no lo asuma así, realmente no está vivo, sino muerto a medias.

El recuerdo amable de la sonrisa de mi abuela precedió a otros recuerdos menos agradables, relacionados con el cambio vital que sobrevino después. Y es que su muerte me hizo tomar conciencia  de que no era feliz; de que estaba amarrada a una existencia anodina e incompleta por los lazos de la responsabilidad y la culpa. A veces ocurre que la muerte te hace pensar en la vida, y eso fue precisamente lo que sucedió, y por ello, siempre le voy a estar agradecida a mi abuela. Su pérdida me dio el valor necesario para romper con el modo de vida que llevaba; sí, valor, porque aunque tengo fama de persona fuerte y valiente también tengo miedo y puedo ser muy cobarde a veces. Así que cuando regresé a Madrid, me enfrenté a mis miedos, me liberé de cargas emocionales que me lastraban y decidí que ya no podía continuar así. Después de esa confrontación, florecieron otras no menos difíciles: la sensación de fracaso personal, la desorientación vital. Porque a veces saber qué es lo que no quieres es un buen comienzo, pero después empieza la dura tarea de dibujar en el horizonte lo que quieres realmente.

No fue fácil, quien piense que vivir es fácil es otro muerto a medias. Pero hoy miro atrás y creo que en estos dos años he crecido mucho; en cierto sentido volví a ser yo misma, en otro, florecieron en mi interior fortalezas y capacidades que me condujeron a otras decisiones, a veces fáciles, por obvias; a veces no, porque el miedo existe, y se vuelve tangible cuando debemos enfrentarnos a nosotros mismos.

Este balance positivo queda empañado por otra efeméride, que «celebro» (las comillas está plenamente justificadas) mañana. Y es que tal día como mañana, 5 de octubre, hará seis meses que decidí abandonar Madrid para regresar a mi ciudad natal, con un equipaje cargado de sueños, ilusiones y sobre todo, esperanza. Y todo eso… se ha volatilizado en mis narices. Continúo teniendo un proyecto personal, aunque cada día es una batalla por recuperar las ganas de hacer algo; de hacer cualquier cosa, en realidad. Pero la llama de la alegría, de la ilusión, se ha apagado y me he quedado totalmente a oscuras.

Sé que volverá, esa alegría; debe hacerlo, porque el dolor me sigue recordando que estoy viva. La vida también es sufrimiento, y adivinen qué: quien pretende evitarlo…es otro muerto a medias.  Pero ahora mismo habito en terreno lacustre, enfangada hasta las rodillas, y mis esfuerzos por salir de las arenas movedizas no está teniendo demasiado éxito. Así que por ahora me limito a hacer lo que siento en cada momento, es la mejor manera que se me ocurre de sanar; ya habrá tiempo de arrepentirse después.

Tal día como hoy, me deshacía en lágrimas por una pérdida; hoy lloro silenciosamente por otra. Qué curiosa, y qué cabrona, que es a veces la vida.